Os dejo este relato, un tanto psicodélico, que debí escribir con no más de 20 años. Ha aparecido junto a algún otro en una vieja carpeta más una buena cantidad de poemas. Es de una época donde escribía cosas bastante oscuras y duras.
Había sido un soldado pero ahora, desnudo y desarmado, era sólo un guerrero. Sin embargo, no todos los soldados lo son realmente, ni todos los guerreros han apretado el gatillo...
Pero él, auténtico guerrero.- lo decían sus ojos, lo gritaban sus manos.- él sí. El había acariciado la gloria ruin, había degustado la satisfacción suprema de la muerte, deglutido la sangre de los enemigos y se había deleitado como un loco con el tronar de la contienda.
Por aire, tierra o mar, se había zambullido en la marea vertiginosa del poder más sublime, el de la destrucción.
Y ahora, el Soldado era tan sólo un Guerrero que desnudo, deambulaba a través de una inmensidad de arena y sol, de esterilidad sedienta.
Cualquier hombre corriente hubiese sucumbido al azote constante del látigo del desierto y se hubiese dejado sepultar por él sin resistencia alguna.
Mas él no era un hombre corriente. A un hombre engendrado sobre un charco de sangre le mueven impulsos más oscuros que la noche. A un hombre nacido en un nido de cadáveres le persigue un destino cruento del que escapa, sembrando dolor.
Así se entiende que el guerrero continuara, sin razón, luchando contra la tormenta, doliéndose es cierto de abiertas heridas, pero siempre adelante, ignorando su espíritu lo que su cuerpo se empeñaba en recordar.
Pero no estaba sólo, no... la Muerte, veterana compañera fiel se reía de él, apenas unos pasos por detrás. Y cuando el esperpéntico héroes se derrumbó, tragando arena, una carcajada fría de cuervo paralizó sus miembros.
Desde luego que no, todavía no se había escrito la palabra "fin" en su siniestra vida. Una mano oscura lo rescató, ahogando el grito triunfal de la muerte.
* * *
Lo había encontrado, desfallecido, pálido y frágil, a merced de aves carroñeras y otras alimañas desaprensivas. Era el Enemigo, y ella lo sabía, pero su herida emponzoñada, su débil aliento y su delicada piel le provocaron una lástima, más que profunda, sublime.
Él era el Enemigo y ella lo sabía, pero aún así, lo metió en su casa, le lavó, le curó y le prodigó cuidados y caricias durante noches y días hasta que sus ojos se abrieron y supo el grave error en el que había incurrido.
Pues los ojos del guerrero le miraron, metálicos, a través de siglos de horror y desolación. Y ella, que había nacido en el dolor, comprendió y lloró por la estirpe maldita de aquel guerrero.
- ¿Por qué lloras?- dijo él, y fue inútil. Difícilmente se entienden los guerreros con aquellos que nunca lo han sido. - ¿Por qué lloras?- repitió, y al no encontrar más respuestas que sus lágrimas interpretó este hecho como un gesto hostil, desafiante. Y el Guerrero, herido en su dignidad, incapaz de cometer acto alguna que no fuera atroz, actuó como era su costumbre: ultrajando, destruyendo, violando, humillando...
- Mátame ahora, te lo suplico, harta está la tierra de tu linaje... decía ella, ahogada ya en el vacío de sus ojos. Decía ella y fue inútil, pues el Guerrero no oía ya, sumido en el infierno de sangre y nada más que sangre. Y entre sangre y sangre ella murió sin darse cuenta, murmurando la misma súplica una y otra vez, la misma súplica que la madre del guerrero profirió.
La Muerte recogió su premio y siguió al Guerrero que, cubierto de miseria regresó al desierto. La Guerra no había acabado aún.